A propósito del fin de la Escuela de Cine de Chile.

Este 2025 la Escuela cerró sus puertas de forma definitiva. Fueron casi treinta años en los que se formaron muchos de los directores y técnicos que dieron un nuevo aire al cine chileno.

Ese podría ser el inicio formal de un artículo sobre la institución donde me formé. Podría escribirlo así, con distancia, con el tono solemne de un obituario institucional. Pero lo cierto es que detrás de ese párrafo más o menos correcto —más o menos cliché— se esconde algo mucho más íntimo: la única experiencia que, al menos para mí, merecía llevar el nombre de “Escuela”, así, con mayúscula.

Tuve la suerte de conocerla desde adentro: primero como estudiante, webmaster (¡eran otros tiempos!), luego como ayudante y más tarde como académico. Después me alejé (2010) —física y emocionalmente— justo cuando empezó a perder ese aura especial que la distinguía.

Mi primer acercamiento —si es que puede llamarse así— a la Escuela ocurrió mucho antes de que existiera formalmente, y antes de que yo ingresara a ella.

Tres años antes de su creación, conocí a Carlos Flores Delpino en su productora de la calle Suecia. Esa misma casa, años más tarde, se convertiría en la primera sede de la Escuela, antes de mudarse a la calle Macul por falta de espacio.

Recuerdo que en esa primera conversación Carlos me habló de su deseo: Tenía ganas de crear una escuela de cine en Chile. Pero también era claro al señalar que las condiciones para hacerlo eran difíciles: era una empresa costosa, y la demanda era incierta. En ese entonces, la única institución que ofrecía Cine como carrera era la ya desaparecida Universidad Arcis, donde él mismo hacía clases.

Al volver a casa, le conté a alguien cercano sobre ese encuentro. Después de escucharme, me dijo algo que no olvidé: “Esa persona, Carlos, es sin duda un agente cultural… o se va a convertir en uno”. Y tenía razón.

En 1995, mi abuela me pasó el diario para mostrarme una noticia: se iba a abrir una escuela de cine en Chile. Para mi sorpresa, la sede estaría en calle Suecia, y los directores serían Carlos Flores Delpino y Carlos Álvarez Pineda.

“Los Carlos”, como los llamaba todo el mundo, no eran solo nombres: eran una contraseña compartida. Decir “la escuela de los Carlos” bastaba para que todos supieran de qué estábamos hablando.

Esa dupla —opuesta y al mismo tiempo idéntica— se convirtió en el verdadero motor de la Escuela. Bastaba conocerlos un poco para entender cómo funcionaba (o no funcionaba) todo: descoordinado y coordinado a la vez, sincrónico y asincrónico. Ambos hablaban sin escucharse, pero de algún modo se oían. Compartían oficina, con los escritorios enfrentados, y a ratos daba la impresión de que ni siquiera notaban la existencia del otro.

Los Carlos eran como un reflejo: idénticos en muchas cosas, aunque desde ángulos distintos. Con el tiempo, inevitablemente, empezaron a separarse. Como siameses que, tras años de simbiosis, necesitaban romper ese lazo para poder seguir caminos propios.

Pero mientras duró su alianza, Carlos Flores y Carlos Álvarez fueron capaces de levantar algo único: una pieza clave para entender el cine chileno de fines de los noventa… y quizás hasta hoy.

La Escuela de Cine tenía una dinámica muy particular. Para entenderla, hay que considerar que su origen está ligado a la salida de varios académicos de la Universidad Arcis, que en 1995 se sumaron a este nuevo proyecto.

Es importante señalar que era una institución privada. Eso tenía su lado negativo: debía financiarse mes a mes, sin respaldo estatal. Pero también tenía una ventaja enorme, y es que su programa de estudios no respondía a ninguna institución superior ni a una lógica gubernamental. Algo impensable hoy, cuando todo está normado hasta el más mínimo detalle.

Esa libertad —curricular, académica, creativa— permitió que la Escuela se adaptara no solo a las necesidades de los alumnos, sino también a las de los profesores. Sí, sobre todo a los profesores. Ellos tenían una libertad poco común: diseñaban sus programas, sus métodos, sus clases. En otras instituciones, eso simplemente no era posible.

Así, nuestras clases de composición, a cargo de Pablo Langlois, podían ir desde la teoría más abstracta hasta la aplicación más libre, sin otra expectativa que experimentar. O las clases de guión cinematográfico de Gregory Cohen: largas conversaciones sobre anécdotas, escenas de películas, y sobre todo una desconfianza férrea hacia las estructuras narrativas clásicas que dictan los manuales.

Muchos cursos cambiaban semana a semana. Algunos lo veían como un problema y pedían más estructura, más continuidad, más “orden”. Pero justamente eso era lo que hacía distinta a la Escuela. Porque sí, se le pueden criticar muchas cosas desde lo académico, pero había una coherencia profunda en ese desorden: eso que alguien una vez llamó su “equilibrio precario”.

Ahora bien, las asignaturas más estructuradas eran las de Realización y Producción, impartidas por Carlos Flores y Carlos Álvarez. Tenían un marco claro… aunque no siempre se seguía al pie de la letra.